Página veinte: Sueño de un domingo en la alameda

Mi muy querido lector:

Voy a hablarte de un domingo maravilloso, un domingo que me recordó, no solo a un celebérrimo mural del reconocido pintor mexicano Diego Rivera; sino, además, me trajo a la memoria el recuerdo de aquellos veranos en Santa Pola, población costera cercana a Elche, en la provincia de Alicante, cuya canícula disfruté haciendo paseos solitarios por sus calles desiertas ó por su cementerio igual de desierto.  Este pasado domingo 2 de mayo, con el eco de un dia de furia que tan bien retrata Pérez-Reverte en su obra homónima sobre mis memoriosas espaldas, gocé de un paseo singular que es el que quiero venir a contarte. Verás, empezó frente al Palacio de Bellas Artes, esa estructura colosal que fue diseñada, en su exterior, por el famoso arquitecto italiano Adamo Boari.  Poema de "art noveau" en marmol, levantado por órdenes de un régimen decrépito que pronto, muy pronto, seria sustituido por la vorágine revolucionaria que transformaría, no solo a la sociedad mexicana, sino a los interiores de ese coloso que finalmente fue inaugurado 30 años después de haber sido puesta su primera piedra en 1904.

Llegué tarde a la cita y me apené porque ahí estaban mis ahijados Cecilia y Nacho esperándome después de haber efectuado un viaje de casi dos horas desde la cercana Puebla.  Me dio pena que me tuvieran que esperar pero, gran parte de esa misma pena se disipó en cuanto pude abrazarlos.  Los nervios se me transformaron en un torrente de palabras.  Hablé de Guillermo Prieto, de la marquesa Calderón de la Barca, del Castillo de Chapultepec, de la cantante alemana Susan Sontag, del Panteón de Santa Paula, hoy desaparecido, y de la inevitable pierna de Santa Anna que se enterró con toda la pompa y circunstancia debida a tan glorioso apéndice cercenado en una gesta heroíca.  Hablé, hablamos... Esperamos hasta que el siguiente miembro del grupo apareció con su característica sonrisa: Araceli.  Ya era tarde y puesto que nadie más parecía tener intención de unírsenos, decidí que entráramos a  Bellas Artes a ver una exposición de la obra de un verdadero mago del surrealismo: el belga Magritte. Fue una experiencia realmente interesante y hasta gozamos de una inesperada puesta en escena ya que fuímos testigos de una vista guiada por el mismísimo Magritte.  Bueno, por un actor que lo representaba con su característico bombín y su paraguas.  No pude menos que echar en mientes a un personaje de la literatura infantil: Pan Tau, a quien tanto se parecía este personaje.  ¿En que momento tocaría el ala de su bombín para hacer magia? Supongo que fue en el momento en el que nos puso frente a la paleta del pintor y diseñador belga para ver sus rostros suspendidos en el aire, sus lluvias de hombres de bombín, sus casacabeles, sus buques hechos de mar.

Saliendo de ese extraordinario reciento de las artes, cruzamos la alameda para enfilarnos hacía la avenida de Puente de Alvarado.  La alameda de la Ciudad de México tiene su historia propia, una historia de casi 5 siglos que empezó siendo un pequeño bosque de álamos plantados como paseo en las goteras de la muy noble, leal e imperial Ciudad de México, allá, por el siglo XVI.  Pero, el siglo XVII, con sus inacabables inundaciones, sus epidemias y sus revueltas, vieron reconstruirse, una y otra vez, el perímetro de la alameda que ya no contenía álamos más que en su nombre.  Ese paseo, compuesto de varias avenidas, plazoletas y estatuas que la adornan, conserva hoy la mala fama que tuvo durante otros tiempos, aunque también conserva el encanto de sus leyendas y sus "aparecidos".  Hoy, un domingo en la alameda, es un paseo entre puestos ambulantes de comidas y chucherías, gente trabajadora y amiga de lo ajeno que se mezclan sin poder distinguirse bien.  También hay fotógrafos de ocasión y policía montada que lleva el revólver a la cintura en la cartuchera piteada y grandes sombreros de charro. Verlos, me produce siempre la sensación de volver a un pasado más soñado e imaginado que real cuando México era reconocido por sus gallardos jinetes que demostraban sus artes ante las hijas de familia que iba a pasear a lugares como aquellos durante el siglo XIX.  Recorrimos la alameda, pues, acompañados de esas imágenes que surgían al calor de nuestra conversación mientras transitabamos por sus avenidas.

Hablamos entonces del Hotel de Cortés, antiguo hospital para menesterosos, y también del Paseo del Pendón hasta la iglesia de San Hipólito -hoy San Judas Tadeo- mientras yo me abanicaba tratando de refrescarme.  De ahí, hicimos alto en el Panteón -cementerio- de San Fernando.  Un lugar único, no solo por los que que ahí reposan hasta el Día del Juicio, sino porque es uno de los pocos cementerios del siglo XIX que quedan dentro de la Ciudad de México.  Voy a sincerarme:  los cementerios me han gustado desde que yo era adolescente y mi alma romántica tenía necesidad de historias trascendentes.  No, la muerte nunca ha sido el final para mí y la relación de los que fueron con los que somos, aunque poco lógica, ha sido para mí parte de mi "leit motiv" existencial.  Para mi, aquellos que fueron, aun son en mi interior gracias a mi socorrida imaginación que es capaz de darle vida propia a quien ya no la tiene.  Solo necesito unas cuantas cordenadas espacio-temporales, unos cuantos datos anecdóticos y, por supuesto, dos ó tres rasgos físicos para componer una imagen, una historia, un entorno, una vida, en fin, que me acompañará mientras mi memoria así lo decida.  Y ahí, en San Fernando, descansan muchos de mis conocidos y más que conocidos, amigos de muchas aventuras inéditas y personales.  Visitamos pues a Don Benito Juárez y gran parte de su familia directa, esposa e hijos.  A Ignacio Zaragoza, a quien lo acompaña también su joven esposa.  Al ocurrente general Riva Palacio y a su no menos ilustre antepasado, Don Vicente Guerrero, prócer de la gesta insurgente.  Por supuesto, no pude olvidar a los míos, al honesto Tomás Mejía y al sacrificado Ignacio Comonfort.  Ahí, en San Fernando, estuvo quizá el momento más álgido del paseo.  Algido en cuanto a calor, álgido en cuanto a emoción, álgido en cuanto a descubrimientos.  Allí, en San Fernando, el siglo XIX nos envolvió con su sentimentalismo grandielocuente, con su romanticismo puro y su nostalgia inevitable.  Allí, en San Fernando, Max volvió a  salir a mi encuentro y traté, vanamente, de inmortalizar ese instante que, como instante, dejó de ser después de que el obturador de la cámara lo congeló en forma de imagen.  No, no me hubiera ido nunca de allí; finalmente, mi nombre ya está escrito en una lápida, esperándome. Sin embargo, ese no era el fin de nuestro recorrido y era inexorable que abandonara aquel recinto de paz con la promesa del retorno.

Caminando y conversando, hicimos camino hasta el museo de San Carlos en donde se expone "De peinados e individuos", una muestra de retratos del siglo XVIII, en su mayoría, que ilustra esa pasión por las composiciones artísticas hechas de cabello.  El museo de San Carlos fue diseñado por un arquitecto valenciano que hizo carrera en México a principios del siglo XIX, se llamó Manuel Tolsá y trajo el neoclásico para imponerlo frente a las desproporciones churriguerescas, tan del gusto del criollo mexicano. Manuel Tolsá hizo un palacio a las afueras de la Ciudad de México que nunca fue ocupado por su dueños originales.  Después, como sucede siempre en este país, ese elegante edificio fue de todo lo que se pudiera uno imaginar, desde casa-habitación a escuela pasando por almacén.  Hoy es un museo y su planta singular, atrae a mucha gente ya que el vistante ingresa por un patio elíptico que es verdaderamente único como concepto arquitectónico.  Ahí, en unas cuantas salas, se está exponiendo "De peinados e individuos", contando con el acervo de varios museos mexicanos, incluyendo el de Historia del Castillo de Chapultepec.  Tal vez, lo más notorio de la exposición fueron las peinetas y peinetones de carey, junto a los alfileres para adornar el cabello, que se usaron durante el siglo XIX.  carey, marfil, corales, madreperlas, plata... Es fácil imaginarse usándolos en un sobrio peinado de mediados del siglo ó con algo un poco más complicado lleno de lazos y tirabuzones de la década de 1830.  Ese fue el momento en que mi amiga Laura se nos unió junto a su hijito Iván, mi otro ahijado y, hechas las presentaciones, empezamos a intercambiar puntos de vista acerca  de nuestras intenciones de reunirnos en septiembre y en noviembre de este año, ahora si, caracterizadas para la ocasión.

La última parada, después de aquella intensa mañana y principio de tarde, fue el Vips de San Cosme, en donde comimos rico y sabroso teniendo una divertida sobremesa en la que se habló de todo.  ¿Fotos?, algunas cuantas que podrán verse en Augusta a la brevedad.  No muchas porque nos somos de fotografiarnos demasiado.  Aunque, aquí te dejó una para ilustrar esta página del álbum y con ella, también te dejo la promesa de regresar en otra ocasión a participarte más cosas que tengan que ver con mi mundo interior.

Comentarios

Lectora ha dicho que…
Que día tan cultural y tan emotivo pasaste, tiene tanto contenido que creo que tendré que volver a leerlo con más detenimiento.
Gracias por compartirlo.
La palabra "alameda" es evocadora de todo punto, no me extraña que usted sienta esas sensaciones reminiscentes cuando se aventura bajo su influjo.
Un abrazo, y busque su próxima morada con esa intuición que la caracteriza, qué mágico momento el de buscar un edificio que la llame a una, lo malo claro es cuando el bolsillo nos vuelve a la realidad, pero en fin, igual pueden darse casos compatibles.
Saludos,
Carmen López y Martí ha dicho que…
Gracias Sonja por tu comentario : ) Fue un domingo en verdad hermoso y me alegro mucho haberte podido trasmitir parte de mis emociones. Y sí, mi intuición guiará mis pasos para lograr encontrar el rinconcito en el cielo que estoy buscando ; ) Gracias, muchas gracias por tus ánimos : )

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