Página cuarenta y dos: Porfirio José de la Cruz Díaz Mori. Cien años después.
Mi muy querido y apreciado lector:
Después de este último
silencio, regreso con nuevos bríos para comentarte que tal estuvo este centenario
luctuoso con tintes nostálgicos. Pues bien, cien años después de muerto,
nuestro querido amigo sigue dando guerra. ¿Cómo es eso?, te preguntarás. Pues
ya sabes que quien nace con el sable en la mano, ni muerto lo abandona. Y así
fue como nació Porfirio ese 15 de septiembre de 1830 en la ya entonces Ciudad
de Oaxaca, la antigua Antequera virreinal, hijo de madre indígena mixteca y
padre español o descendiente de españoles. Niñez común y adolescencia cargada
de sueños de grandeza que se veía alcanzando por medio de la vida civil, así
como lo había hecho ya su coterráneo Benito Juárez que vino a demostrar que
el origen humilde e índigena no tenía porque ser un impedimento para insertarse en una sociedad
estamental como lo era la de Oaxaca en aquel momento. El lema de aquellos ayeres era
el progreso. Todo pendía y se orientaba hacia esa línea recta de desarrollo
continuo que marcaba el éxito social, económico y, sobre todo, personal. Pues bien, Porfirio quiso ser abogado,
profesión liberal que ayudaba a subir los peldaños del empinado escalafón
social, o al menos así se creía entonces como se siguió creyendo durante mucho
tiempo. Y no, no lo consiguió por muchas razones, entre ellas por su precaria
situación económica, por su carácter que no se avenía bien a seguir ciertas disposiciones
de sus superiores y porque su destino estaba ciertamente en otra parte. El se
veía como civil pero las circunstancias de su entorno le demostraron que lo
suyo, suyo, era el ejército y que, como dije al principio, había nacido con un
sable en la mano o con un bastón de mando que para el caso, era lo mismo.
Porfirio salió de su nada cómoda zona de confort acicateado por su hermano
Félix, el famoso Chato, el que le entró a los “catorrazos” desde muy joven porque le
encantaba la pelea y no era muy dado a entender razones. Así que, convencido
por su hermano y viendo que la vida civil no tenía ya mucho que ofrecerle,
Porfirio se fue a probar suerte en el ejército y allí fue en donde terminó
haciendo una carrera que lo encumbró hasta la presidencia de México. Creo que
en aquellos años de ímpetu juvenil, nunca se le pasó por la mente que algún día
sería el “Señor Presidente” con tintes de autócatra pues llegó a detentar un
poder que nada le tenía que envidar al Zar de todas las Rusias, por ejemplo.
Porfirio se hizo liberal porque tenía una convicción profunda, no de tipo
ideológico precisamente, pero si de estar haciendo lo correcto al defender a su
patria de amenazas externas como fue el caso de la Intervención Francesa
(1862-1867). Para entonces, en ese preciso momento, su prurito militar era ya
dominante dentro de su carácter y su concepto de honor le llevaba a sostener un
compromiso inalterable con la causa liberal y republicana. No, aun no pensaba
en la política, lo único que pensaba era en demostrar a los franceses que lo
que mejor podían hacer era que se regresaran a
su casa y dejaran a México en paz. Se batió como un león en Puebla.
Estuvo allí en 1862 y después cuando cayó la ciudad en 1863. Fue apresado y se
escapó, por lo menos en un par de ocasiones. Los franceses lo respetaban como
enemigo y trataron varias veces de que defeccionara de la causa republicana ya
que lo consideraban como un verdadero peligro para la estabilidad del Imperio
que sostenían las bayonetas francesas. Pero Porfirio no cedió ante aquellos
inquietantes y seductores cantos de las sirenas. Tal vez porque,
conforme su fama militar crecía, más consciente se iba haciendo de su lugar en
medio de aquella lucha de muchos frentes. 1867, fue el año en que la victoria
definitiva sobre el Imperio y los franceses, lo elevaron al rango de héroe
nacional. Liberó Puebla en abril y entró victorioso a la Ciudad de México
escoltando el carruaje en donde iba
Benito Juárez recibiendo el aplauso de la multitud que vitoreaba no solo al
benemérito sino también al héroe que lo acompañaba.
A partir de entonces,
como militar sin ocupación y tras haberse retirado a la vida civil, fue cuando se planteó ingresar a la política.
Sus “pininos” en ese sentido fueron desastrosos y nadie, ¡ni él mismo!, creía
que pudiera tener un futuro en en ese campo de batalla en donde menudean los
golpes efectistas, la demagogia y la
traición. No, la política era demasiado complicada para él que no era muy
afecto a hacer discursos en donde terminaba entrampándose con los conceptos y
acababa llorando de impotencia al no poder expresarse con la claridad que
deseaba. Pero el levantamiento, la asonada, eso si le era familiar y se sentía
como pez en el agua dirigiendo a sus hombres y obligando a los civiles que lo
“escucharan” con las armas en la mano. Así se levantó primero contra Juárez
quien quería volver a ser presidente a través de una elección ya que, a pesar
de haberlo sido de manera continua desde la época de la Guerra de Reforma (1857-1861), nunca había detentado
el cargo por elección sino porque las circunstancias lo habían mantenido en él
en una especie de prolongado interinato. Después Porfirio se levantó contra Lerdo de
Tejada cuando éste trató de hacerse elegir como presidente constitucional ya
que la muerte de Juárez lo había colocado también en la presidencia de manera interina
para terminar de cubrir el periodo presidencial de su antecesor y quiso, como el propio Juárez, ser
presidente por elección. Ese segundo levantamiento de Porfirio fue el que lo
catapultó a presidencia de México por primera vez envuelto en el lema de su
revuelta que, fue, precisamente, la no
reelección presidencial. Y así fue como, en 1876, Porfirio llegó a ser el “Señor Presidente”.
Porque si, aunque te
resulte un poco difícil de creer, lector mío, en ese primer acercamiento al
poder, Porfirio, aun siendo el “Señor Presidente”, aun no era el “Don Porfirio”
que después conocería México. Su primer
cuatrienio como presidente de la República, apenas fue un ensayo prefigurando,
a duras penas, lo que vendría después de 1884. Antes que Don Porfirio llegará
finalmente a ocupar la famosa silla, símbolo del poder presidencial mexicano
-así como en las monarquías lo es la corona-, tuvo que sentarse en ella su
compadre Manuel González a quien no le fue muy bien que digamos ya que los
ánimos seguían sin apaciguarse y con medidas como el famoso asunto de las
monedas de níquel que causó un verdadero escándalo dentro de la sociedad
mexicana - que aun no se entendía bien como iba eso de las devaluaciones-, salió más
que raspado mientras la sociedad clamaba el retorno del hombre fuerte que los iba
sacar de todos sus problemas. Y ahora sí, a partir de 1884, Don Porfirio entra
en escena completamente metamorfoseado en el salvador de México. Tenía ya casi
55 años y no se levantaría de la silla
hasta que la Revolución de 1910 lo levantó de un golpe, y muy a su pesar, siendo
ya un anciano de 80 años. Entre los 55 y los 80, gozó y detentó un poder casi
omnímodo que lo hacía sentirse el Padre de México. Si, adivino tu gesto, caro
lector mío, pero así fueron las cosas. Porfirio, Don Porfirio, marcó toda una
época a la que, como en el caso de la longeva reina de Inglaterra, dio su
nombre. Hablar en México del Porfiriato es evocar al último cuarto del siglo
XIX y la primera década del convulso siglo XX con todas sus luces y todas sus
sombras. Evocar a una modernización dependiente y trunca que llevó a la
sociedad mexicana a la más obscena de las desigualdades sociales. Evocar el costo de un progreso que
enriqueció, de una manera insultante, a unas cuantas familias protegidas por el
régimen mientras el resto de la población apenas subsistía de manera bastante
precaria. Sus luces consistieron en ubicar a México como nación en vías de un
desarrollo que prometía alcanzar el tan deseado progreso al nivel de las
naciones más poderosas de Occidente. Sus sombras fueron evidenciándose y
alargándose cada vez más conforme Porfirio se reelegía, una y otra vez, porque él seguía siendo el hombre fuerte de México. La década
de 1880 fue la de la esperanza de que las cosas podían e iban a cambiar para mejor. La de 1890
fue la de la seguridad de que el progreso había llegado a México, finalmente, y
se respiraba esa confianza en el futuro que empezó a enrarecerse unos años,
solo unos pocos años después, del cambio de siglo. Fue cuando Porfirio cruzó la
frontera de sus 70 que a México empezó a pesarle la gerontocracia que le
gobernaba. Se imponía un cambio porque el mundo estaba cambiando y porque la
propia sociedad mexicana lo estaba haciendo también a un ritmo que se aceleraba
mientras Porfirio, en su ancianidad, no reconocía la necesidad de ese cambio. Así fue como
llegó primero la entrevista concedida al periodista norteamericano Creelman en
1908 que ni siquiera se llegó a publicar en México pero que trascendió y fue
como el banderazo de salida para las nuevas generaciones a las que les urgía ya brincar a la palestra política. De 1908 a 1910, año este último en el que Don Porfirio decidió no
reparar en gastos para celebrar los primeros cien años de la Independencia de
México, los acontecimientos se precipitaron y terminaron estrellando al “Señor
Presidente” contra la evidente realidad de que México había finalmente cambiado, con o sin su anuencia, y que él
ya, no solo no imponía el ritmo sino que además ya ni siquiera podía seguirlo.
A las provocaciones del proceso electoral de 1910 no pudo, ni supo, como
controlarlas, simplemente se impuso, como lo había hecho siempre, causando con ello la ruptura que terminó
generando la conflagración que desangraría al país, de manera ininterrumpida,
en los siguientes diez años. Cuando subió por la escalerilla del Ipiranga en
mayo de 1911 rumbo al exilio, Don Porfirio era un anciano que cargaba sobre sus
espaldas el odio y el desprecio de unas cuantas generaciones de mexicanos que habían sufrido
por su perdida de contacto con una realidad que terminó por rebasarle. De 1911
a 1915 cuando murió en París el 2 de julio, Don Porfiro, el ex presidente de México,
se paseó por el mundo como lo hacían entonces los monarcas destronados pensando en lo injusto que
había sido ese pueblo para el que había tratado de ser como un padre bondadoso con su cariño e inflexible castigando sus faltas. Sus últimos pensamientos fueron para México.
Hoy, cien años después,
sus restos continúan exiliados en Montparnasse, París, como metáfora
sublime y rotunda de su propia vida.
Hoy, cien años después, hay voces que se levantan pidiendo que se regresen sus
huesos a la tierra que tanto amó, aunque fuera de una manera tan paternalista y
desenfocada. Hoy, cien años después, hay quien exige que se le hagan honores de Jefe de Estado a su regreso. Pero, quien sabe, a lo mejor lleva décadas
reposando en una tumba sin nombre, aquí en México, y no nos hemos enterado. Y
con esto, lector mío, te dejo hasta la próxima entrega.
Dedico este texto, con
todo mi cariño, a Rosario T Palacios y a su pequeño Sebastián.
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