Pagina cuarenta y siete: La Quijotita y su prima. Historia muy cierta con apariencia de novela.
Mi muy querido y recordado lector:
Desde
el año pasado no me pasaba por aquí para dejarte mis impresiones
acerca de mis descubrimientos, o mis lecturas, con tintes o matices
históricos. Desde que hace meses me compré la obra de Fernández de
Lizardi (1776-1827) intitulada: “La
Quijotita y su prima. Historia muy cierta con apariencia de novela”, no pude
apartarme de la cabeza el dedicarle una página en este “Álbum
de anécdotas”. ¿Por qué?, porque
pertenece al delicioso género de la novela de costumbres que tantos
buenos momentos me ha hecho pasar desde que lo conocí, hace ya
bastantes ayeres, de la mano de Ricardo Palma. La novela de costumbres
tiene un profundo arraigo en la narrativa de lengua castellana en las
ambas orillas del Atlántico, aunque yo supe de ella y la he disfrutado
de este lado, del lado americano, en donde me he encontrado con
plumas portentosas como el ya mencionado Ricardo Palma, natural del
Perú, o el colombiano Tomás Carrasquilla cuya “Marquesa
de Yolombó” forma parte de mi propia educación continental y de mi imaginario juvenil. Una vez en México,
leí a Vicente Riva Palacio, a Guillermo Prieto y al singular Manuel
Payno, pero me faltaba hincarle el diente al padre del costumbrismo
mexicano: José Joaquín Fernández de Lizardi, quien nació como
novohispano y murió como mexicano siendo testigo presencial de un momento
especialmente convulso. Su obra, tanto literaria como periodística,
se la considera ya mexicana aunque parte de ella se publicó cuando
México era aun la Nueva España, de manera oficial, ya que no se había
consumado la Independencia. Sin ir más lejos, “La
Quijotita y su prima”, se imprimió
por vez primera en 1818 aunque, como le sucedió a gran parte de la
obra literaria de Lizardi, ésta volvió a imprimirse inmediatamente después de la muerte de su autor con
algunas correcciones que las reubicaban mejor como obras ya mexicanas
de pleno derecho. En la obra que comento, lector mío, eso sucede con
puntual claridad pues, después de más de doscientas páginas en las
que no se mencionan hechos contemporáneos, ni revueltas o
rebeliones, de repente aparece una fecha que te ubica ya en el año
final del conflicto, 1821, que debió de añadirse posteriormente, si
es que la historia tuvo su primera publicación en 1818. Pero mi
idea no es sentar aquí cátedra acerca de los propósitos o
desvaríos de los editores de Lizardi al hacer semejante apaño, sino más bien de
hablarte acerca de las impresiones que me causó su lectura. Y allá
voy, si me lo permites.
La
trama tiene elementos de lectura moral para aleccionar al lector
pero, al encontrarse a dos siglos de distancia de nuestro propio
rango de lo permitido o no como usos sociales, no podemos más que
componernos un paisaje humano de una Ciudad de México, capital del
virreinato de la Nueva España, desde la perspectiva de un personaje sin nombre que es el
que cuenta la historia y que debe de ser el propio Fernández de
Lizardi metido a observador. Frente a mis ojos físicos y con ayuda
de los de mi imaginación, deambularon los protagonistas y
situaciones que eran el pretexto para hablar de la mala y de la buena
educación femenina representada en Pomposa, la Quijotita, y su prima
Pudenciana. La historia que se narra va del nacimiento a la tumba de
la particular protagonista a la que vemos crecer en medio de una vida
regalada llena de un despilfarro sin sentido. Pomposita tendrá la
vida que sus padres, don Dionisio y doña Eufrosina, le proporcionarán en
medio de cuidados extravagantes y pocas veces de provecho, mientras
Pudenciana, hija del militar don Rodrigo y de doña Matilde, la hermana de doña Eufrosina, será criada de una forma ideal que le proporcionará una
vida sensata. Aquí, lo importante no es si Pomposa se pierde por su
mala educación o si Pudenciana llega ser la hija perfecta, ya que en
aquellos momentos, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, la moral
aun imponía normas estrictas destinadas a proteger el famoso honor
que residía en la conducta de la mujer frente al juicio social. Aquí
lo importante, por lo menos para mí, es encontrarme con los usos y
costumbres de una sociedad que raramente se retrata, si no es
utilizando la pluma literaria que finalmente es la que tiene la
misión de congelarla en el tiempo. Leyendo a Fernández de Lizardi
me di cuenta que en esos momentos, aun se llevaba a cabo en México
el sacrosanto ritual de la siesta, que los bailes y paseos eran
frecuentes entre la gente de dinero y que, aunque la imagen choque un
poco con la que tenemos de aquellos ayeres, había mujeres que
cabalgaban como hombres poniéndose pantalones bajo sus faldas. La
lectura me hizo entrar en el mundo de las “chichiguas” y
“pilmamas”, palabras de origen náhuatl que señalaban a las
nodrizas y a las nanas que criaban a los niños en sus primeros años.
Lizardi critica aquí que las mujeres de cierta posición, una vez
paridas, se deshacen de sus hijos a los que ponen en los brazos de
mujeres, la mayoría ellas ignorantes y descuidadas, que en la
mayor parte de los casos era un milagro que lograran sacar adelante a
los niños. Después recomienda que no se lleve a las niñas antes de
tiempo a la “amiga”, nombre que recibía la profesora encargada
de enseñarle los niños, que solían contar entre los cinco y siete años, las primeras letras, pues esa
primera instrucción podía perjudicarle a la niña en vez de resultarle
provechosa. Pomposa es educada por una madre dominante y un padre
débil que no sabe hacerle frente a los caprichos de su mujer
mientras pasa por variados escenarios que darán la oportunidad a don
Rodrigo, el padre de Pudenciana, de ir desgranando sus doctas
opiniones acerca de la educación femenina.
Y, por
si hay entre quien pose sus ojos en este texto deseando encontrar un
botón de muestra para saber de hablaba Fernández de Lizardi, voy a
transcribir un poco del capítulo XV que habla de la boda de unos
rancheros, él llamado Nicolás y ella llamada María Antonia, en
donde se describe, entre muchas otras cosas y para deleite mío, como iban vestidos los novios.
“(…)
Culás estaba de gala con sus calzones de pana azul galoneados y bien
surtidos de botones de plata; unas buenas botas picadas y bordadas de
oro y azul; sus zapatos abotinados de cordobán, de los que llaman de
boca de cántaro, una muy curiosa cotona de indianilla verde
guarnecida de listoncito de color de rosa; su mascada del mismo
color; su sombrerito redondo, pardo y con toquilla y galón de plata;
concluyendo este lujo con una famosa manga de paño azul con dragona
carmesí y galones y flecos de oro.
La
novia no estaba menos decente en su clase, porque tenía un traje de
indiana fina de fondo lacre; su mascada de las que llaman de arco
iris, sus aretes de piedra inga muy relumbrantes; unos tres o cuatro
hilos de perlas finas, aunque menudas, sus cintillos de iguales
piedras que sus aretes; una porción de listones en la cabeza, que
sujetaba una peineta de carey, y remataba su compostura con unas
medias de seda, nuevas de primera, y unos zapatos de raso color rosa
bordados de plata.
Culás
era un mocetón alto y bien formado, rubio y como de veintiséis años
de edad, y Marantoña (…) sería como de diez y ocho, o diez y
nueve, gordita, no muy alta, pero sí blanca, huera, colorada y con
unos ojos grandes y negros, los que, juntos a una buena tez de cara y
a una boca pequeña encarnada y habilitada de buenos dientes, hacían
una figura agradable.
Luego
que pasaron las humildes salutaciones de todos aquellos pobres, sacó
doña Eufrosina un túnico negro, una mantilla y un abanico, todo muy
bueno como que era de gala, y quería que luciera la ahijada de su
hermana; pero ésta, luego que entendió que la iban a vestir con
aquella ropa, poniéndose más colorada de lo que era, le dijo:
-¡Ay!,
no, señora; con su licencia no me pongo esos sacos prietos. Esos se
quedan para las señoras como su merced, pero ¡para mí que soy una
probe paya! En mi vida me he puesto eso; ¿qué dirán mis amigas si
me lo ven puesto? Ya parece que las oigo. Dirán: “Miren la
ranchera motivosa; ayer andaba arreando vacas con sus naguas de
jerguetilla y agora sale izque con túnico negro, como una marquesa o
una conda”. Así dirán, y otras cosas más peores. Conque no,
señora; yo iré a la iglesia con mi rebozo de seda que me ha
comprado mi señor padre, y que se queden esos vestidos para los
ricos, o para los probes que quieran ser redículos.
En
el camino decía el coronel a doña Matilde:
-¿Has
de creer que me gusta la novia?
-¡Hola!,
¿te gusta?, pues cásate con ella.
-No
es eso lo que te digo. Me agrada en ella su carácter sencillo y su
juicioso modo de pensar. ¿No oíste que oportuna lección de
conformidad dio a más de cuatro que la escuchaban cuando rehusó a
ponerse el túnico negro? Esta es mucha humildad y moderación en una
payita joven, de quien se debía esperar que estuviera deseosa de
parecer bien y de componerse, aunque fuera de prestado, como lo hacen
tantas, aunque no estén de boda; pero María Antonia ha conocido la
vanidad de este deseo, y no quiere exponerse a que sus iguales,
envidiosas de su decencia, se la murmuren llamándola rota y
motivosa, como ella misma dice”.
Y
hasta aquí lo dejo por hoy, lector mío, con la promesa de regresar
en cuanto tenga otro motivo por el cual llamar tu atención. Espero
que la Quijotita haya picado tu curiosidad hasta el punto de desear
adentrarte en sus páginas tal y como yo lo hice. De ser así, no te
demores en leerla y disfrutarla a cabalidad como bien se merece.
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