Página cuarenta y cinco: Día de Muertos


Mi muy querido y entrañable lector:

Desde abril de este año que no te dirijo unas palabras, y bueno, ya que estamos en noviembre -y aunque sea en un viernes por la tarde- me dirijo a ti casi al final de esta extraña semana partida por la mitad. Y es precisamente de ese punto en que la semana se partió en dos, de lo que te quiero hablar, o mejor dicho, escribir. En el mundo globalizado en el que nos encontramos y en donde nuestra sociedad occidental está hoy cargada de sincretismos inevitables, las tradiciones se unen, se amalgaman y, como no puede ser de otra manera, producen síntesis que no siempre nos agradan. Digo esto porque el tan famoso Día de Muertos mexicanos está convertido ya en un producto más de exportación con toda la carga mediática que amerita un producto cultural contemporáneo. El Día de Muertos nació como hijo del afortunado, si, afortunado mestizaje, de las grises, pesadas y contundentes tradiciones peninsulares hijas a su vez de otro "encuentro" cultural entre la raíz pagana mediterránea y el sincretismo religioso judeocristiano; y la fuerza espiritual de la arraigada tradición prehispánica que también recibía a las almas de sus muertos por estas fechas. La fortuna del mestizaje radica en su ligereza, en el color, en la forma tan íntima y familiar  como se recibe a los espíritus de los difuntos convencidos de que se les permite departir,  durante un breve tiempo, el mismo espacio físico que ocupan los vivos. Esta tradición surgió en ese periodo de incubación histórica de la identidad nacional que fue el Virreinato de la Nueva España. Una época larga de casi tres siglos exactos, el XVI, el XVII y el XVIII.  El siglo "sandwich", por denominarlo de alguna manera, fue el siglo en que aparecieron los primeros brotes de "criollismo" en la sociedad novohispana que, después de tener que adaptarse a los importantes cambios de pensamiento que se dieron durante el siglo XVIII, dio a luz a las diferentes luchas emancipadoras de las primeras décadas del siglo XIX. Pues bien, la tradición genérica del Día de Muertos, hunde sus raíces en el tiempo antes de que México empezara a ser reconocido como tal y ha ido transformándose, poco a poco, conforme a las exigencias de la sociedad. En el siglo XIX, el Día de Muertos era algo más íntimo y familiar. Se les compraban los dulces, en forma de calaveras y huesos, a los niños, es cierto, pero cada quien, a su manera, honraba a sus difuntos. Tuvo que llegar el siglo XX para que la uniformidad de la expresión saliera a la calle preocupada por no sucumbir ante las tradiciones extranjeras, como el "Halloween" gringo que no dejaba ser una invención norteamericana inspirada en el "Samhain" celta.

Yo llegué a México a principios  de la década de 1980 y fue entonces cuando conocí un Día de Muertos genérico para consumo nacional debatiéndose en enconada lucha contra el extranjerizante "Halloween". Los niños se disfrazaban e iban de puerta en puerta pidiendo su "calaverita". Si, su "calaverita", que podían o no ser dulces ya que había quien les daba dinero. ¿Cómo estuvo la última transformación de esta tradición mexicana? Sucedió ya en el siglo XXI cuando en el sur de los Estados Unidos se empezó a celebrar el Día de Muertos igual que se celebra el 5 de Mayo, como una fiesta descontextualizada que permite todo tipo de curiosas novedades que nada tienen que ver con la verdadera tradición. Es así como hace unos años empezaron a pintarse el rostro como calaveras llenos de detalles que se inspiran en los adornos florales de las tradicionales calaveritas de azúcar, rematando la imagen con un tocado floral a lo Frida Kahlo, actual icono cultural mexicano con calidad de exportación. No tiene mucho que esa tradición se importó de allende de Río Bravo siendo ahora lo que se podría denominar como lo último en "huaracha" en cuanto a la temática obligada en los Días de Muertos. Pero aun faltaba un colofón inevitable cuando las autoridades populistas que gobiernan a la Ciudad de México decidieron este año realizar un espectacular desfile a lo "Spectre" -título de la última película de la serie de James Bond- ya que, argumentaron, los turistas venían a esta ciudad en busca de lo que se veían en la película y, al no encontrarlo, regresarían a sus casas tan decepcionados como engañados, supongo. Este primer desfile, hijo de la globalización de la cultura occidental, significó dinero gastado en lo que más le gusta los vivos de éstas y otras muchas latitudes: la fiesta y el entretenimiento que los libere de sus responsabilidades diarias y los haga sentir felices en un momento tan especialmente crítico como el actual. Dicen que este primer desfile atrajo a un cuarto de millón de espectadores curiosos de los cuales dudo mucho que la mayoría fueran turistas ansiosos por encontrarse con la estética de la película de James Bond reconocida como parte de la tradición auténtica del pueblo de México.

Por supuesto, obvia decir que yo no fui al Centro Histórico de la Ciudad de México hasta el mero 2 de noviembre, día de Todos los Santos, cuando llegué al histórico Panteón de San Fernando para presentar mis respetos a quienes aun duermen allí el sueño eterno. La atmósfera era diferente, más calmada, más íntima y mucho más gratificante. De ahí pegué el brinco para ver el París de Toulousse Lautrec en el Palacio de Bellas Artes. Más tarde, comí enchiladas de mole en el Sanborns de la calle de Isabel la Católica y me regresé, caminando apresurada, hasta el metro que me llevó a casa. Para mi fue un buen día en el cual, si bien es cierto que no pude estrenar el vestido ando cosiendo, si cumplí con mi programa disfrutando de mi tiempo. Y aquí acabo por hoy, lector mío, deseando que estas palabras mías hayan sido de tu agrado.



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