Página tres: Franz Josef
Querido y apreciado lector:
Haciéndome la pregunta de que cuál sería el siguiente tema para mostrar en las páginas aun albas de este peculiar álbum virtual, decidí poner también entre sus hojas, las miradas distantes de los retratos. Retratos de muertos y de vivos. Retratos de mis amores platónicos ó de mis sueños imposibles. También retratos vivos de personas que se pasean por este mundo y a las que tengo al dicha de conocer, bien sea en persona ó bien sea virtualmente a través de la red. ¿Con quién iniciaré pues el periplo de esta singular galería? Varias imágenes se agolpan en mi mente mientras trato de escoger a la persona ó personaje que inaugure esta sección de mi álbum de anécdotas. ¿Alguien real ó alguien que solo existe en mi fantasía? ¿Alguien vivo ó alguien que persiste en el interior de mi memoria como única forma de supervivencia? Meto pues mi mano en la aterciopelada bolsa de mis recuerdos y extraigo un retrato que encontré en mis interminables navegaciones por la red. Le doy las gracias a Kalliope, una mujer que no conozco y que escogió como sobrenombre de internauta el de una de las nueve hijas de Apolo. Le doy las gracias porque la lectura de sus textos, así como la vista de sus imágenes, me ha proporcionado instantes de infinita felicidad. Kalliope sabe mucho de los Habsburgos, mi familia real favorita, y leyéndola, me aportó datos que yo ignoraba sobre sus historias y sus vidas. Y aquí es donde enlazo para poder traer ante ti, mi paciente lector, al personaje que abre mi galería de retratos.
Obsérvalo bien, ahí sentado, abrazado a sus hijos mientras ve hacia la cámara que los está retratando con cierto gesto de augusta majestad. Sí, no te equivocas al pensar que es un personaje importante. Muy importante para la Europa de su tiempo y muy importante para mí que lo conocí ya muerto en el interior de las páginas de las novelitas que leía yo mientras duraba el tránsito de mi pubertad y mi prolongada adolescencia. Fue bautizado como Franz Josef Karl –Francisco José Carlos- para honrar convenientemente la memoria de todos aquellos Habsburgos que, desde el siglo XVI, habían sido emperadores con tales nombres. Nació en 1830, un 18 agosto, precisamente, llenando por fin el vacío de un matrimonio archiducal, cercano, muy cercano al trono de Austria que llevaban ya varios años, largos años de estéril convivencia. La corte de Viena, que nunca se había destacado por contener su lengua maledicente, asumía que la archiduquesa –nacida princesa de Baviera-, se había auxiliado con la colaboración de algún aristócrata de buen ver para poder concebir al retoño. Pero ya sabemos que los chismes de las cortes no son más que eso, puros chismes sin fundamento ya que, finalmente, Franz Josef terminó teniendo un fuerte aire a la familia imperial. Además, una vez puestos en el camino, la pareja archiducal concibió a cinco hijos más de los que llegaron a la edad adulta solamente tres. Franzl, era el orgullo de su madre, la criticada archiduquesa Sophie, que decidió en un momento dado que haría de su primer hijo el futuro emperador de Austria. Para eso se alió con su enemigo, el conservador Metternich, quien finalmente le sirvió la oportunidad en bandeja de plata –Sophie nunca pudo olvidar, ni perdonarle al brillante Metternich, que él en su famoso Congreso de 1814, decidó emparejarla, por razones de Estado, con un hombre de pocas, muy pocas luces que terminó siendo el padre de sus muchachos-. Metternich estaba convencido como el resto de su compatriotas que se avecinaba un conflicto sucesorio severo, ya que el tío de Franzl, emperador a la sazón, a parte de medio loco, había resultado estéril puesto que no tenía hijos, lo que significaba que había que educar a los hijos del esposo de Sophie para que, llegado el caso, heredaran la corona de Austria.
Como la mortalidad infantil estaba a la orden del día en aquellos ayeres, se determinó que Franzl y su hermano Max –solo dos años menor que él-, fueran educados como futuros monarcas. Pero Franzl tenía una salud de hierro, así que, desde que subió al trono el 2 de diciembre de 1848, hasta que murió el 21 de noviembre de 1916 en plena Primera Guerra Mundial, Franzl gobernó los destinos de media Europa durante más de sesenta años. ¿Qué circunstancia fue la que llevó Franzl a asumir finalmente las riendas de los destinos de Austria? ¡Una revolución! Así es, la famosa Revolución de 1848 que en su versión austriaca –pues se propago por casi todo el centro de Europa, incluyendo a una Francia burguesa que le había tomado un gusto muy particular al ímpetu innovador de las revoluciones desde julio de 1789-, dejó acéfala a la monarquía danubiana. Franz Josef, con su educación conservadora que cuadraba perfectamente con su carácter, tuvo que volverse emperador en medio de circunstancias que solo la represión pudo controlar. El joven no se andaba con chiquitas, no señor. En Hungría hubo un baño de sangre y la independencia del Lombardo-Veneto solo pudo conseguirse a punta de disparos de fusil. De 1848 a 1916, Franzl tuvo que enfrentar levantamientos a los que reprimió con dureza y tuvo que participar en conflictos bélicos que acabó perdiendo. Fue el gran perdedor de la reorganización del mapa europeo durante el siglo XIX y si la monarquía de los Habsburgos siguió siendo importante fue por la aceptación de la corona de Hungría –negociaciones que fueron inspiradas por el gran carisma que tenía al interior de Hungría la emperatriz Elisabeth- y por la vinculación de los territorios eslavos de la Europa Oriental al mosaico nacional de lo que se denominó, un tanto forzadamente, la monarquía austro-húngara. Austria dejó pues de ser, poco a poco, la cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico, para convertirse en el imposible “puzzle” de la coalición austro-húngara.
Pero, si su desempeño como estadista no fue precisamente brillante, su vida personal no fue otra cosa más que el reflejo de su poca habilidad para manejar sus relaciones con la gente que lo rodeaba. A los 23 años escogió personalmente a su futura esposa que no fue otra más que su prima hermana, por parte de madre, la pequeña Elisabeth von Wittelsbach, que tenía a la sazón quince años, para cumplir los dieciséis el 24 de diciembre. En realidad, no fue amor a primera vista. Ella era aun muy pequeña y no habías sido presentada convenientemente ante la sociedad; pero, entre la aniñada Sisi y su fea hermana Nené –que era la que le tenían escogida como candidata para convertirse en la siguiente emperatriz de Austria- Franzl no se lo pensó mucho y escogió a la aun inmadura Elisabeth con la esperanza de que una buena educación terminaría convirtiéndola en lo que él necesitaba: una emperatriz, no una compañera de vida. Su elección cimbró hasta sus cimientos a la ascendencia que su madre había tenido hasta ese momento sobre él como consejera de sus asuntos más íntimos. La anonadada archiduquesa tuvo que enfrentarse al hecho consumado de que su hijo había preferido a la aun “verde” Sisi, sobre la educada aunque muy poco agraciada Nené, sin importarle en lo más mínimo el terrible predicamento en que le acababa de poner a controladora archiduquesa Sophie. Un matrimonio que, contra toda lógica, Franzl no tuvo ninguna prisa en consumar después de las bendiciones eclesiásticas y que si lo hizo tres días después de la boda, fue porque su madre no dejaba de recordarle sus deberes como emperador y como esposo. Por supuesto, no fue la mejor experiencia para la pobre muchacha que, primero ignorada y después sometida a la frialdad del acto necesario, terminó rechazando el coito como parte de la expresión amorosa, aunque lo soportaba estoicamente –como la mayoría de las esposas de su época- con fines netamente reproductivos.
La pareja imperial tuvo cuatros hijos: Sophie, Giselle, Rudolf y Valeria. La primera murió antes de cumplir los dos años y casi no hay vestigios iconográficos de la pequeña archiduquesa que llevaba el nombre de su abuela paterna. Los dos niños que acompañan a su muy católica e imperial majestad en esta foto son Gisella, la mayorcita, y Rudolf, el que descansa sobre sus piernas. Principia la década de 1860, lo que se puede apreciar perfectamente por la edad y la indumentaria de los niños. El frisaba el inicio de su treintena y su vida matrimonial era un desastre declarado. Elisabeth, lejos de ser dócil y obediente, como él esperó al principio de su matrimonio, estaba fuera de control. Una depresión aguda disfrazada de tuberculosis –tal vez una enfermedad más fácil de asimilar para sus contemporáneos-, la había alejado de Austria llevándola a la idílica Madeira en medio del océano Atlántico. Tardó más de un año en regresar a Viena y, cuando lo hizo, expuso sus condiciones sobre la mesa de negociaciones: si Franzl quería una emperatriz, tendría una emperatriz; pero, no podía pedirle nada más, ni exigirle nada más ya que ella no iba darle nada más. En compensación, él debía de tolerar sus constantes arrebatos que la llevaban a huir de la opresiva atmósfera de la corte de Viena. El se convirtió entonces en su más devoto admirador y ella empezó a cuidarse con un rigor obsesivo convirtiéndose en la Sisi que no dejaría que su cintura aumentase más allá de los 50 centímetros que le permitía el corsé.
Por supuesto, sin una atmósfera afectiva real dentro de su familia, Franzl formó otros núcleos familiares fuera de la familia imperial. Sisi, lo sabía y lejos de incomodarla, alentaba esas relaciones extramaritales de Franz Josef hasta el punto de que ella misma sirvió de enlace para que se trataran Franzl y su última amante, la señora Katharina Schratt. Ella era actriz y él se enamoró de ella como un adolescente cuando tenía cincuenta y cinco años de edad. Fue una relación duradera y se puede decir que hasta feliz. Ella era veintitrés años menor que él y le dio lo que siempre había necesitado: un poco de tranquilidad y equilibrio. No necesitaba nada más a esas alturas de su vida. solo intimidad y un poco de afecto. En términos generales, la vida de Franzl había sido una vida de grandes presiones que habían concluido en grandes tragedias familiares. Su esposa no resultó ser la emperatriz ideal. Su hermano Max terminó muriendo a los treinta y cuatro años en un país extraño por no haber escuchado a la sensatez y a la cordura de las que no carecía, ciertamente, pero que se eclipsaban en cuanto el rencor y el resentimiento alimentaban su necesidad de gloria y de destacarse como un miembro importante de la familia. Su hermano Karl Ludwig se había dedicado a tener esposas e hijos sin hacer nada más de provecho, ciertamente. Respecto al más pequeño de sus hermanos, Ludwig Víktor, había tenido que castigarle severamente para silenciar así el escándalo continuo que provocaba su afición por los hombres jóvenes. Aunque nada se comparó al hecho de que su propio hijo Rudolf, el Príncipe de la Corona, lo desafiara continuamente poniéndole siempre al límite como padre y como soberano hasta el punto de que no le ahorro ninguna pena, ni siquiera la de tener que asumir su suicidio. Pero, nada se comparó a la perdida de Elisabeth ocho años después del suicidio de Rudolf. Y aun le quedaba el ser testigo de una desgracia más, la de la muerte de su sobrino y heredero Franz Ferdinand, quien iba ser emperador pero sin poder heredar el trono a sus hijos ya que su matrimonio morganático con la condesas Sophie Chotek, anulaba tal posibilidad.
No, en efecto, tal y como exclamase tras la muerte de Elisabeth, ninguna desgracia le había sido ahorrada, ni siquiera la de vislumbrar que, después de él, aquel precario imperio multinacional, no existiría más.
Comentarios
Un beso muy fuerte mi querida Carmen.